Opinión

Cretinismo de luxe

Cretinismo de luxe

Inmaculada Urrea

21 feb 2023

No soy amante del insulto, pero sí de llamar a las cosas por su nombre. La Real Academia Española de la lengua define el cretinismo como ‘estupidez, idiotez, falta de talento’, lo que me viene fenomenal para hablar de Kering y sus luces, ese conglomerado (nunca mejor dicho) de empresas (que no marcas) que vende cosas a precios muy caros, con directores creativos que hacen lo que les da la gana, con tal de epatar y dar espectáculo y así (supuestamente) vender más.

 

Porque he ahí la clave: vender más y nada más. Es lo único que interesa a los conglomerados y sus partes interesadas financieramente. Que en su día Henry Ford dijera que “Un negocio que sólo da dinero, es un mal negocio” no importa. Una boutade sin importancia porque, como todo el mundo sabe, el objetivo número 1 de cualquier empresa es ganar la mayor cantidad de dinero posible. Así, a palo seco. Y, claro, entonces, pasa lo que nos pasa.

 

El viernes pasado este medio publicaba que Kering va a crear un nuevo puesto: el de director de protección de marca, tras el escándalo de Balenciaga. Al leerlo, la verdad, primero me entró la risa y, acto seguido, el cabreo. “La compañía francesa de lujo está en proceso de crear una posición dedicada a supervisar “la seguridad de sus marcas”, revisando y poniendo en duda las campañas publicitarias antes de su lanzamiento”, explicaba Modaes.

 

 

 

 

Really, François-Henri? El cretinismo no tiene fronteras, mon cher. Vamos a ver, si tienes una marca, tienes unos valores que respetar y un propósito que los refleja. PUNTO. Es de párvulos de branding, esa asignatura pendiente en casi todas las mal llamadas marcas de lujo. Y esos valores y ese propósito no cambian cada dos por tres, Monsieur Pinault, evolucionan con el tiempo. La esencia debe permanecer -coherencia dixit-, porque si no, la marca desaparece y se convierte simplemente en un nombre usado, sin un significado detrás, más que el que al tontolaba de turno contratado como director artístico o similar le dé la gana, que puede ser uno hoy y otro mañana. Y ello con el beneplácito de su CEO, obviamente. Sin un brandbook que respetar, ya me dirán ustedes. ‘La marca soy yo’ y, cuando me vaya, la marca será otro, y así hasta el infinito, mientras se venda a los borreguiquis de turno, que, de la marca, sólo conocen el logo.

 

Lo que le está pasando a Kering es el resultado de no tener valores que respetar y de pasarse por el forro herencia e identidad. Como para creerlo cuando habla de sostenibilidad. Es el resultado de no tener ni idea de lo que es el branding. Si necesitas un brand guardian para las campañas, es que no tienes un brand manager, y, si no tienes un brand manager, es que no tienes una marca, sino una empresa que vende cosas, con un departamento de marketing que va a su puta bola (con perdón). En este caso muy caras, pero cosas. Y es bien sabido por cualquier estudiante de primero de lujo, que, cuanto más caras son las cosas que vendes, más deben cuidarse los detalles de una marca, para generar WOW experiences en los clientes, en las que WOW significa coherencia con los valores que postulas y no las mamarrachadas que se le puedan pasar por la cabeza al tontolaba de turno.

 

La campaña bondage de peluche de Balenciaga firmada por Demna Gvsalia no solamente estaba fuera de lugar, sino que era un sinsentido antológico y de un mal gusto provocador. Si don Cristóbal levantara la cabeza, volvería inmediatamente a su tumba al ver en lo que han convertido su marca, una marca vanguardista en las formas, tan elegante como perfecta y, sobre todo, discreta. Una herencia de valores absolutamente dinamitada desde dentro: a las pruebas me remito.

 

 

 

 

 

La pedofilia asociada a Balenciaga, ya me dirán. El todo vale hecho campaña. Una campaña realizada por una agencia externa (normalmente son satán, pero eso merece un post aparte), aceptada y validada por algún cretino de Balenciaga. Aunque, siendo honestos, la culpa no es suya, sino de Monsieur Pinault, que es el responsable último de permitir el cretinismo en Kering. El caso de esta campaña no es el único, véase Kanye West y sus cositas.

 

Las marcas de lujo conglomeradas suelen carecer de valores que respetar. No porque no los hayan heredado, sino porque claramente no son interesantes para vender, estiman sus conglomeradores. Hay que epatar a las nuevas generaciones de clientes, véase Gen Z y siguientes, reconocidas, precisamente, por no ser más inteligentes que sus padres y tener un alto déficit de atención. No lo digo yo -bueno, también-, lo dice el neurocientífico Michel Desmurget en La fábrica de cretinos digitales.

 

Eso, traducido al mundo del lujo, significa epatar en vez de educar. En pretender el efecto sorpresa frente al efecto coherencia. En primar el hype y no el heritage. Pero una marca de lujo no es una marca cualquiera. Es guardiana de unos valores heredados que debe saber transmitir, haciendo evolucionar. Una marca de lujo respeta sus valores y educa en ellos a las nuevas generaciones, porque, precisamente, ahí reside su valor, sobre todo en un mundo que pretende abandonar el ‘usar y tirar’.

 

 

 

 

Una marca de lujo respeta su pasado, mientras se moderniza actualizándolo. Una marca de lujo enseña a apreciar lo que la hace única y cuida hasta el más mínimo detalle, para que sus clientes puedan percibir el verdadero valor de sus productos. Una marca de lujo no es cara porque sí, sino por todo lo que conlleva ese precio, en favor de su identidad y de sus clientes. Una marca de lujo es excepcional.

 

Hay muchas empresas caras, pero marcas de lujo, muy pocas. Recuerdo mis mystery shopping por Paseo de Gracia y no sé de qué me sigo sorprendiendo todavía. Con los años que llevo como consultora, la conclusión a la que he llegado en cuestiones de marcas de lujo, es que a los conglomerados -mal llamados grupos- de empresas de lujo lo único que les importa es facturar exponencialmente al precio que sea. Díganme una sola marca que sea coherente con su legado: Dior, feminista (eso sí que es un chiste); Balenciaga, nihilista hype; Céline, replicante slimaniana; Vuitton, intrusista profesional; Saint Laurent, practicante del coitus interruptus; Gucci, flautista casual. Acepto -por ahora- Bottega Veneta como animal de compañía y soy fan de Brunello Cuccinelli. ¿Chanel? Los Wertheimer, parientes de los Pinault.

 

Una marca de lujo debería, más obligatoriamente que ninguna otra, pasar por el corazón de las personas con las que se relaciona. Clientes, por supuesto, pero también esos otros ‘clientes internos’ llamados equipos. Y ahí abriría otro melón que, hoy, no me apetece: el déficit de salud mental en esos entornos. Cualquiera que haya trabajado en París -por poner un ejemplo- lo sabe. Y si es mujer, más. Así pues, si la marca no aflora desde dentro hacia afuera, ¿qué esperar? NADA.

 

Los valores son conductas, no sustantivos en un papel. En la decadencia de Occidente, el branding, es la asignatura pendiente de los cretinos. De ahí la decadencia y la invasión de los tontolabas. No digan que nadie los advirtió.

Inmaculada Urrea

Inmaculada Urrea

Inmaculada Urrea. Mi lema: “No es marca si no pasa por el corazón”. Soy una consultora free spirit y me gusta ayudar a crear identidades de marca memorables. Llevo más de 30 años dedicada al sector de la moda y casi 20 como consultora de todo tipo de marcas. Me apasiona el branding y mis clientes, por este orden. Soy honesta, independiente y con criterio propio. Para mí, la marca está por encima de todo y de todos. Es una ética, además de una estética. Pienso siempre que a mis clientes su marca les importa tanto como a mí, así que me encanta enseñarles a gestionar su identidad, porque la marca es suya, no mía. Por cierto: tener un brandbook es necesario, pero no suficiente: sin implementación, no hay paraíso, ni beneficio. Sólo branding de postureo. Más información en mi antiweb: inmaculadaurrea.com