Opinión

Mystery branding, misery branding

Inmaculada Urrea

7 feb 2024

Aproveché mi último viaje a París hace unos días para ir al nuevo café Ralph’s del restaurante de Ralph Lauren (RL), sito en su elegante tienda del boulevard Saint-Germain. Quienes me han leído, saben que RL es una de mis marcas preferidas, entre otras muchas cosas, especialmente por cómo cuida el branding. ¿Cuida? Cuidaba…

 

En el mundo del lujo, hace tiempo que a las marcas les ha dado por entrar en la hospitality, que incluye restauración y cafetería. RL lleva haciéndolo desde hace muchos años, de hecho, fue pionero: en 1999 abrió su primer restaurante en Chicago. En 2014 abrió su primer Ralph’s Coffee en Nueva York, con su propia colección de vajilla. Es una bonita y fácil manera para el cliente de acceder al universo de la marca, y, para la marca, de ganar rentabilidad vendiendo su universo a precio de oro, a cambio de una experiencia de lujo. O eso se pretende.

 

Las dos últimas veces que he intentado ir al restaurante no he podido ni siquiera reservar, porque estaba lleno, así que esta vez le pedí a una amiga que vive en París que reservase con bastante antelación. Por teléfono, las esperas eran inauditamente largas, así que lo intentó por la web. La única hora que posible era las 18:30h o las 21:30h. La primera, una hora inaudita para cenar una española; la segunda, poco recomendable para cenar una parisina que madruga entre semana.

 

Así que se tuvo que molestar en ir personalmente, a ver si conseguía algo intermedio: le dieron las 19:30h. Conclusión: la marca no deja de poner trabas al cliente, en vez de facilitarle las cosas. Supuestamente, la web está para eso, pero la realidad es que no. La atención telefónica parece ser que tampoco. Añadiré que, en anteriores ocasiones, la amabilidad inicial del personal de acogida había ido desapareciendo, virando hacia esa soberbia tan propia de muchas marcas de lujo, cuando piensan que no están tratando con hijos de John D. Rockefeller. 

 

 

 

 

Al final, por razones que no vienen al caso, no pudimos ir a cenar, pero yo decidí incluir la experiencia del café en mi obligada visita a la boutique, homenaje a la marca que, en 1986, marcó un hito en el retail creando la primera concept store, en la que RL escenifica su estilo de manera impecable. ¿El resultado? Una experiencia religiosa destinada a provocar un impacto emocional al visitarla. Hace trece años ya escribí sobre ello en Venta de producto versus venta de emoción y por eso, siempre que voy a París, vuelvo a por mi descarga de dopamina RL.

 

Antes, sin embargo, como llovía y hacía frío, decidí entrar en el café. Antes de entrar, ya intuí la primera misery: han vaciado un escaparate para que el café tenga vistas a la calle, pero el espacio es minúsculo: unos 7x5 m2, cosa que las fotos de Instagram se habían cuidado muy mucho de mostrar. Una ‘ingeniosa’ manera de rentabilizar el espacio, convirtiéndolo en un café-studette muy instagrameable si está vacío, porque lleno es un totum revolutum de ropa, bolsos y bolsas, ya que no hay apenas sitio para dejarlos. El local tiene sólo seis mesas a la francesa, es decir, aptas para dos personas, pero que, en realidad, son cómodas sólo para una, porque dos servicios completos caben penosamente. Pero en París, ya se sabe.

 

Segunda misery: como hay tan pocas mesas y la gente entra continuamente, te da la impresión de ser una okupa mientras tomas tu consumición y, aunque nadie te pone un contador de minutos en la mesa, la sensación de incomodidad se hace patente. No es un lugar para relajarte leyendo un poco o charlando tranquilamente, aunque bien te lo van a cobrar. Es un fast-coffee, para mí incompatible con lo que vende la marca. Además, -tercera misery- la puerta de entrada golpea ruidosamente al cerrar, lo cual es especialmente molesto, sobre todo para la mesa que está pegada a ella.

 

Vamos a por la cuarta misery: las cuatro rosas de las mesas son falsas (cuando las flores de la boutique son auténticas) y los floreros metálicos de la marca de hostelería GenWare. A ver, querido Ralph: se trata de 24 rosas más y de poner floreros de RL Home, que para eso también fuiste pionero en tener una marca de decoración. Esa sensación de fake hizo que mi dopamina empezase a llorar, pero todavía no sabía lo que le esperaba. Por lo menos, el hilo musical palió su desengaño. El servicio eran dos personas black & white -la marca ha sido inclusiva desde siempre-, uniformadas informalmente, salvo en los pies (quinta misery viendo las botas de ella).

 

Pero la apoteosis misery (la sexta) llegó con la consumición. Pedí un chocolate y un carrot cake que me trajeron en vajilla de la casa, pero con cubertería absolutamente impropia: cucharilla demasiado pequeña para la taza del chocolate y tenedor demasiado grande para el plato del pastel. Además, me sirvieron sin traer una servilleta -tuve que reclamarla- y cuando pedí también un cuchillo, me enteré que “cuchillos sólo en el restaurante”, como me dijo el camarero ante mi incrédula mirada.

 

 

 

 

A ver, a ver, a ver: ¿De verdad que una marca que tiene línea de hogar no puede permitirse tener una cubertería digna en su café? Que estamos hablando de una docena de comensales como máximo… Llámenme puntillosa: sí, lo soy con estas cosas. Se llaman detalles y el infierno de las marcas está lleno. Otro detalle feo: el camarero pide abonar la cuenta inmediatamente, “por el cambio de turno” a otro cliente que ha entrado conmigo y a mí. El camarero se va 15’ para luego volver: ambos clientes todavía estábamos con la consumición y nadie lo había remplazado. Nunca había visto un turno tan rápido. Menos mal que el producto estaba bueno, sólo hubiese faltado, pero nada espectacular por los 14 euros que pagué (calculé una media diaria de caja de 2000 euros, mínimo, ojo al dato).

 

Estamos ante uno de los resultados de la supuesta democratización del lujo, que ya sólo los ingenuos se creen. El lujo es antidemocrático en esencia y quien lo quiera vender como accesible nos está engañando. Sí, claro, me puedo comprar un cosmético, un perfume, unas gafas u otro complemento de una marca de lujo, accediendo a un supuesto club al que, en realidad, no pertenezco. Poder, puedo. Pero el cosmético me lo venden en El Corte Inglés (o similar) y también en el aeropuerto, lugares en los que, como todo el mundo sabe, comprar es una experiencia de marca inolvidable. ¿Nadie se ha percatado de que en las boutiques de lujo NO venden su propia cosmética y raramente su perfumería? ¡Ajá! Eso es para los otros, no para sus clientes de verdad.

 

En el lujo, como en el fútbol, hay muchas categorías, en lo que a clientes respecta: la liga de Champions, los de segunda, tercera y cuarta, dependiendo de lo que te gastes, dónde lo compres y de si tienes ficha o no. Así que los cafés son un servicio básicamente destinado a los que compran cosmética y otras chuches, no a los clientes champions, que les sirven un café o una copa de champagne en la boutique. Claro que todo esto ya lo sabía antes de entrar en el café, pero quería comprobar si RL era capaz de ser tan auténtico como presume.

 

Y no. Es evidente que Ralph’s Coffee es lo que es: una bonita foto en su Instagram, nada más. Vamos, la mentira de las redes. Si la marca fuera coherente, si alguien hubiese pensado en el cliente que entra a vivir la experiencia (porque no puede acceder al restaurante o, simplemente, porque quiere tomarse un café) no daría gato por liebre. La supuesta democratización del lujo es un lujo de cartón piedra. Un fake.

 

Como bien dice mi querida colega Cristina Castillo Porcel, el éxito de una compañía no debería medirse sólo por su rentabilidad, sino por su capacidad de satisfacer las necesidades de sus clientes y, añado yo, de no defraudar con su storytelling, que para eso pagan. Da igual que te compres un traje, como que te tomes un café, porque el dinero no tiene ligas. La experiencia de marca no trata sólo de lo físico, sino, básicamente, de lo emotivo. Y una marca debe evitar a toda costa la decepción, una emoción frustrante que provoca desafección, especialmente en sus clientes aspiracionales (por otro lado, los más fieles y rentables). Lamentablemente, provocar emociones negativas es algo en lo que la mayoría de las empresas son bastante expertas. ¿Alguien cree que el clasismo no existe? Pues existe, aunque RL sea del Bronx (o precisamente por ello).

 

Es entonces cuando aparece la gran calabaza y Cenicienta deja de ser una estrella para convertirse en la pobre fregona que siempre fue. En el Disney del branding, la decepción está a la orden del día y en el mundo del lujo, más. RL me ha decepcionado más como clienta y prescriptora, que como consultora. Confesaré que después de visitar la boutique, parte del cabreo se me había pasado: menos mal que allí todo sigue impecable y los dependientes siguen siendo muy amables. Pero ya no es lo mismo en mi corazón: RL también practica el branding de postureo. ¿Qué será lo próximo?

 

Paul Poiret dijo que Coco Chanel había inventado el miserabilismo de lujo, yo digo que la democratización del lujo ha inventado la miseria del branding. Sólo he escrito sobre un caso reciente, pero tengo más. Las mentiras tienen las patas muy cortas, aunque hoy se las acepte sin chistar. Conmigo que no cuenten.

Inmaculada Urrea

Inmaculada Urrea

Inmaculada Urrea. Mi lema: “No es marca si no pasa por el corazón”. Soy una consultora free spirit y me gusta ayudar a crear identidades de marca memorables. Llevo más de 30 años dedicada al sector de la moda y casi 20 como consultora de todo tipo de marcas. Me apasiona el branding y mis clientes, por este orden. Soy honesta, independiente y con criterio propio. Para mí, la marca está por encima de todo y de todos. Es una ética, además de una estética. Pienso siempre que a mis clientes su marca les importa tanto como a mí, así que me encanta enseñarles a gestionar su identidad, porque la marca es suya, no mía. Por cierto: tener un brandbook es necesario, pero no suficiente: sin implementación, no hay paraíso, ni beneficio. Sólo branding de postureo. Más información en mi antiweb: inmaculadaurrea.com