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Comunicar en tiempos de crisis: la recompensa a la consistencia

Para Iván Carballido, cuando las cosas van bien hay que comunicar como si uno atravesara la peor de las tempestades.

Tribuna: Iván Carballido

9 abr 2021 - 04:41

Iván Carballido es director de la división de comunicación financiera de Roman

 

 

Pese a que en los últimos años se han dado pasos decididos y basados en metodologías rigurosas para medir la reputación de las organizaciones de forma cuantitativa, a menudo a partir del análisis de grandes volúmenes de datos, el de la comunicación sigue siendo un reino de intangibles.

 

Esa circunstancia, y la falsa sensación de familiaridad que despierta por ejemplo en muchos lectores rasos el engranaje de los medios de comunicación, hace que quienes nos dedicamos a las relaciones públicas tengamos que oponer a menudo nuestro criterio a firmes corazonadas, como un peón a cargo de una hormigonera que se mantiene impertérrito mientras tres jubilados critican sin piedad el curso de una obra.

 

 

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Esa condición casi estructural del mundo de la comunicación se ve agravada en los ciclos económicos alcistas, en que todo marcha bien y muchas empresas perciben sus relaciones públicas como una función en piloto automático y un banco de pruebas abierto al input y a los ejercicios de prueba y error a cargo de paracaidistas en lugar de especialistas.

 

Pero los ciclos terminan, y, por si la tesis del fin de la historia de Fukuyama no hubiera quedado desmentida una y cien veces en las últimas tres décadas, el último cambio de tendencia ha sido especialmente imprevisto, despiadado y distópico de la mano del Covid-19.

 

Y en los ciclos bajistas o turbulentos, las carencias comunicativas acumuladas tras largas etapas de desidia, autocomplacencia o de opinar acodado frente a una obra de repente se convierten en un Leviatán ingobernable que puede llevarse por delante hasta a la compañía con los fundamentales o el modelo de negocio más sólidos.

 

Los clientes, de repente, redoblan el escrutinio a las empresas a las que compran productos o servicios, y las que han comunicado poco y mal se ven rápidamente penalizadas donde más duele: en su cuenta de resultados.

 

Los empleados, impactados como el común de los mortales por el frenazo de la actividad, necesitan que sus organizaciones les brinden tranquilidad, certidumbre y acompañamiento, y en ausencia de una comunicación interna en los años previos, verán con escepticismo cualquier intento apresurado de comunicar de más para compensar tanto tiempo comunicando de menos.

 

Y las instituciones, conjuradas para contener el golpe, brindarán poca atención y credibilidad a las compañías que, de repente, les dirijan peticiones después de años sin sentarse con ellas para hablar de sus planes en el país o la región o invitarlas a cortar una cinta para tal o cual inauguración.

 

Comunicar o no comunicar, en fin, deja de ser la disyuntiva de un aprendiz de Hamlet con mucho tiempo libre para erigirse en una necesidad fundamental, un activo clave para la recuperación, y algo, sobre todo, que no puede acelerarse de 0 a 200 como un Ferrari sin levantar sospechas y, a menudo, una densa humareda con la que confundir todavía más el rumbo de nuestros grupos de interés.

 

Por eso, la respuesta a cómo debe comunicarse en tiempos de crisis es una de esas réplicas en las que nos especializamos los enfermos de la comunicación, elusiva y con trampas: hay que comunicar igual que cuando las cosas van bien, pero cuando las cosas van bien hay que comunicar como si uno atravesara la peor de las tempestades.

 

 

 

Y, ¿qué debe guiar a esa comunicación en tensión permanente, además de la capacidad de no relajarse ni hasta en los momentos de mayor acomodo?

 

Primero, una correcta identificación de cuáles deben ser los territorios de comunicación de la compañía, evitando la tentación de querer representar todos los papeles del musical y tratar de participar con calzador en conversaciones para las que nuestra organización no está preparada, lo cual requiere un ejercicio de honestidad e introspección considerable, consistente por ejemplo en confrontar a la compañía con preguntas tan fundamentales como si es realmente sostenible o innovadora.

 

Segundo, una planificación exhaustiva que permita participar en las conversaciones sobre esos territorios de forma rigurosa, sistemática y recurrente, de modo que los esfuerzos no queden en flor de un día, y que sea acreditable que nos hemos asomado a esos temas con buenas credenciales, con un discurso articulado y, sobre todo, con continuidad en el tiempo.

 

Tercero, dispensar a los medios –y, en especial, a los periodistas más mollares para nuestra organización– un trato justo, consistente y empático: no les vendamos mercancía averiada, no les evitemos cuando todo vaya bien, y atendamos con diligencia y transparencia hasta las consultas con las que menos nos apetezca lidiar, para que cuando necesitemos un puntito de complicidad o una ayuda la solicitemos con unas buenas reservas de buena voluntad.

 

Y cuarto, mantener un hilo de conversación con todos nuestros grupos de interés, tengamos más o menos cosas que contarles: con periodistas bien atendidos, empleados a los que hemos tratado como adultos en nuestra comunicación interna y a quienes hemos prestado una escucha activa y sincera, y con clientes, proveedores o instituciones que sientan que hemos querido conversar con ellos y que sepan a quién dirigirse cuando sean ellos quienes quieran interpelarnos, tendremos a nuestra disposición todas las palancas que nos pueden permitir enderezar el rumbo de la nave hasta atravesando las peores turbulencias.

 

El checklist para una buena comunicación es en realidad mucho más extenso, y, como cualquier fórmula de una ciencia inexacta, admite intercambiar algunos ingredientes, pero estos cuatro pilares garantizan unos cimientos sólidos sobre los que podría reposar un edificio hasta construido bajo las órdenes de uno de esos jubilados implacables con las decisiones de los demás.

 

Adicionalmente, y ya en una dimensión más práctica, cada vez resulta más útil y aplicable la distribución de la comunicación corporativa en tres compartimentos: los del earned, el owned y el paid media, que corresponden respectivamente a la aparición de nuestra organización en soportes de terceros basada en mérito editorial –es decir, gratis–; la administración de los medios bajo la propiedad y control de la compañía (webs, redes sociales...); y el uso táctico y bien negociado de apariciones de pago en medios terceros, en que, del lado de la oferta, el branded content está por fin sofisticándose y alineando los intereses de sus partes en nuestro país.

 

Y a quienes lean estas líneas envueltos en la adversidad, buscando fórmulas mágicas para enderezar una comunicación inconsistente con la que está resultándoles imposible amortiguar el golpe, mi provocadora recomendación es que se olviden de ese crecepelo milagroso y que empiecen a construir una comunicación sólida, con más ruido y presión ambiental de la normal, pero, en última instancia, con la misma disposición y bajo las mismas convicciones que si lo hicieran en una época bonanza. Porque ese camino pedregoso, desagradecido pero apasionante es el único que conduce a la construcción de reputación y a la auténtica influencia.

 

 

Iván Carballido es director de la división de comunicación financiera de Roman