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Especial 2022: el año en que el mundo  se hizo más pequeño

2022, el año en que el mundo se hizo más pequeño

La moda ha vivido durante 2022 su propio despertar geopolítico: el sistema en el que ha basado su crecimiento en los últimos años, apalancado en una globalización que le permite producir y vender en cualquier parte del planeta, se tambalea.

2022, el año en que el mundo se hizo más pequeño
2022, el año en que el mundo se hizo más pequeño
Durante años, la geopolítica había casi desaparecido del discurso político, pero 2022 se ha encargado de desempolvarla del todo y hacerla la protagonista de la crisis del último año.

Iria P. Gestal / Marta Tamayo

23 dic 2022 - 05:00

El ejercicio 2022 estaba llamado a ser el de la recuperación. Después de dos años de pandemia, cuyos últimos coletazos, con la variante ómicron, se extendieron a los primeros meses de 2022, el mundo esperaba por fin no ya unos nuevos felices años veinte, sino al menos un poco de tranquilidad. No pudo ser. El 24 de febrero, cuando Occidente apenas comenzaba a sacudirse el miedo del Covid-19, Vladímir Putin, presidente de Rusia, anunció el inicio de una “operación militar especial” en Ucrania. La guerra y sus consecuencias -de la inflación a la desaceleración del consumo-; marcó la actualidad durante el resto del año y abrió una nueva etapa en la que la geopolítica se sienta a la mesa en los consejos de administración de las empresas de moda.

 

 

Especial 2022: el año en que el mundo se hizo más pequeño

 

 

Durante años, la geopolítica había casi desaparecido del discurso político, pero 2022 se ha encargado de desempolvarla del todo y hacerla la protagonista de la crisis del último año. El término se popularizó de la mano del general alemán Karl Haushofer en los años treinta y el propio Adolf Hitler la usó para elaborar la ideología nacionalsocialista y en las décadas siguientes el término quedó relegado bajo la sombra del nazismo.

 

No fue hasta la década de 1970 y 1980, golpeadas por la inflación y la crisis del petróleo, que resucitó el término como sinónimo de geografía política. El revival de la geopolítica llega cargado de grandes hitos: la mayor guerra en Europa desde 1945, la mayor amenaza nuclear desde la crisis de los misiles de Cuba y el mayor paquete de sanciones impuesto a un país desde 1930.

 

Las réplicas del terremoto geopolítico se han sentido en la economía, originando la mayor inflación en muchos países de desde la década de 1980 y los retos macroeconómicos más desafiantes en décadas que pueden arrastrar al mundo a una recesión.

 

La geopolítica, que estudia cómo la disposición del espacio y la relación de los pueblos con el territorio geográfico afectan a la política, la economía y la sociedad, abarca desde el control de las fronteras a la obtención de recursos naturales, dos temas sensibles en la política internacional del último año. Por ello, la disciplina ha vuelto a vivir una nueva edad dorada con un auge de popularidad y un puesto central en todos los análisis.

 

 

 

 

En 2022, la guerra en Ucrania ha catapultado la geopolítica al mainstream de los estudios de riesgo y ha dejado, una vez más, de ser una palabra anticuada para convertirse en la clave de las previsiones macroeconómicas. La invasión de Ucrania y el regreso de la guerra al continente europeo han azuzado los miedos de una fragmentación económica que rompa en mil pedazos un deteriorado comercio internacional golpeado por la pandemia.

 

En pocas palabras, la globalización ha estado en peligro en 2022 y lo continuará estando en 2023. Tras el caos de la cadena de suministro de los últimos años, los países están optando por un mayor proteccionismo que les haga estar preparados ante otro posible golpe.

 

La dolencia no es nueva, ya que entidades como la Organización Mundial del Comercio (OMC) llevan años alertando de una caída de la velocidad en la integración económica y el término slowbalisation, que define este frenazo, fue acuñado en 2015 por el danés Adjiedj Bakas. Sin embargo, los temores de una nueva economía de bloques han cogido fuerza al resucitar un antiguo conflicto, el de Occidente contra Rusia.

 

La moda ha sido, desde el fin del Acuerdo Multifibras, uno de los grandes motores de la globalización y también uno de sus mayores beneficiarios: la liberalización del comercio le permitió producir y vender en todo el mundo, construyendo una cadena de valor que atraviesa todo el globo. Ese sistema ha sido también el que ha permitido la construcción de los modelos que hoy son los reyes del sector, la gran distribución, apalancada en grandes volúmenes gracias a la producción a bajo coste y a una distribución planetaria como pocas.

 

 

 

 

Si el mundo se hace más pequeño, previsiblemente lo hará también la moda. La primera señal de alerta llegó desde el aprovisionamiento, ya en 2021, cuando la ruptura de las cadenas de suministro hizo a las empresas más conscientes que nunca de los riesgos de depender para su sourcing de países lejanos, algunos no democráticos y en ocasiones, impredecibles.  En 2022, la necesidad de buscar socios fiables se ha hecho todavía más evidente, después de décadas en las que el coste era el primer factor a la hora de decidir dónde y con quién fabricar.

 

En paralelo, la geopolítica hizo también que la moda tuviera que renunciar a uno de sus mayores mercados: Rusia. Tras el estallido de la guerra Ucrania, la moda vivió unas semanas de confusión. Sólo Bestseller anunció el cierre temporal de sus tiendas en Rusia, mientras en Milán y París las semanas de la moda continuaban con (criticada) normalidad. Finalmente, llegó el efecto dominó. En España, Mango fue la primera compañía española en anunciar el cese temporal de sus operaciones en el país, el 3 de marzo. Esa misma semana lo hicieron H&M, que tenía en Rusia su sexto mayor mercado, con 168 tiendas, Burberry, Marks&Spencer, Puma y Boohoo.

 

La lista seguiría extendiéndose durante las jornadas siguientes: dos días después lo hizo Inditex, para el que Rusia era su mayor mercado internacional, con 500 tiendas. Tendam y Tous y siguieron sus pasos ese mismo día. La sailda de Rusia llegó no sólo motivada por la voluntad de posicionarse sino también por las dificultades operativas motivadas por las sanciones, como la exclusión de algunos bancos rusos del sistema Swift y la dificultad de operar directamente la logística entre Rusia y el continente.

 

En total, la moda puso en pausa un mercado de 30.000 millones de euros en ventas al año, el noveno mayor del mundo, según datos de Euromonitor. Desde marzo (el primer mes completo desde el estallido de la guerra) hasta agosto, las exportaciones españolas de moda a Rusia se desplomaron un 84%, y las europeas cayeron casi un 50%. Sin embargo, a partir del verano algunas marcas comenzaron, más o menos discretamente, a mover ficha de nuevo.

 

 

 

 

Algunas fueron para salir al completo del país, como H&M, que anticipó un coste de 190 millones de euros por esta decisión, o Nike, que rompió su acuerdo con su franquiciado en el mercado ruso y anunció que no reabriría los establecimientos. Otros, con soluciones intermedias. Mango y Tous, por ejemplo, cedieron sus tiendas a sus franquiciados, e Inditex las vendió a Daher, un hólding propiedad de los mismos dueños que la distribuidora Azadea. En el caso del grupo gallego, el pacto contemplaba una posible reapertura con franquicias si se normalizara la situación.

 

Más allá de una estrategia reactiva, la guerra en Ucrania y las decisiones que en consecuencia tomaron las empresas marcan el inicio de una nueva etapa en las relaciones internacionales, particularmente europeas, y hacen plantearse a la moda preguntas incómodas: si se paralizó la actividad en Rusia por la guerra, ¿debe la moda seguir vendiendo en otros países implicados en conflicto bélicos? ¿Y en mercados con regímenes dictatoriales, o que no respeten los derechos humanos? ¿Puede la moda ser menos global?.

 

La moda está expuesta y está obligada a posicionarse, aunque eso suponga renunciar a parte del mundo. Además, el impacto de la geopolítica para la moda va más allá de quedarse sin un mercado en el que comprar o vender: la guerra en Ucrania, por ejemplo, ha motivado una inflación histórica y ha añadido todavía más presión a la ya tensionada cadena logística global. En este mundo convulso y cada vez más desordenado, la sensación es que la próxima tensión puede venir de cualquier parte.

 

Un síntoma claro de la revolución de la geopolítica es la revigorización de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan). Con 1991 y la caída del muro de Berlín, el mundo bipolar pareció deshacerse y Francis Fukuyama anunció “el fin de la historia”. Sin embargo, en los últimos meses, los países han desandado el camino hecho y vuelve a dibujarse un mundo en bloques que vuelve a dotar de importancia la alianza militar dirigida por Jens Stoltenberg, secretario general de la Otan. “La guerra de agresión de Rusia contra Ucrania y ha alterado gravemente nuestro entorno global”, señalaba el concepto estratégico aprobado por los líderes en su reunión de julio en Madrid.

 

 

 

 

La última hoja de ruta de la organización se había aprobado en 2010 y, entonces, Moscú era considerado un “aliado estratégico” y no es lo único que ha cambiado en este tiempo: si hace diez años la Otan luchaba contra su propia irrelevancia ahora gestiona las peticiones de otros estados para unirse al club y presume de una salud de hierro. Actualmente, la organización suma treinta miembros y Finlandia y Suecia han solicitado unirse. El resurgimiento de la Otan viene acompañado de un cambio de estrategia desde Bruselas.

 

Con la agresión de Rusia, la Unión Europea ha recalculado su argumentario y se ha colocado un título del que había rehuido hasta el momento: potencia geopolítica. Hasta el momento, esta disciplina había quedado relegada a los estados, mientras que la UE contaba con competencias formales sobre ellas y se aferraba a la frase de uno de sus propulsores, Jean Monnet, “hacer Europa es hacer la paz”. Desde Bruselas se optaba por influenciar haciendo, dando ejemplo de estabilidad como gran herramienta de expansión de su modelo. Sin embargo, en un mundo donde comercio y política se entremezclan, los poderes de Bruselas ganan relevancia en la llamada “alta política”.

 

Además, desde el Ejecutivo tienen poder para sacar adelante políticas de seguridad, inversión, competencia, tecnología o finanzas que le han hecho asentarse como un actor geopolítico. Uno de esos conceptos amplios que se ha puesto de moda en Bruselas es el de autonomía estratégica. El concepto no es nuevo entre los funcionarios de la capital belga, pero ha cogido más fuerza que nunca con la guerra en Ucrania. La autonomía estratégica aborda la política y la defensa exterior, pero también el comercio y la economía. La crisis energética ha catapultado la necesidad de contar con esa autonomía estratégica.

 

La caída del gas proveniente de Rusia y la consecuente crisis energética en el continente han hecho saltar las alarmas. El alto precio de la electricidad ha puesto en jaque la industria europea, además de originar una crisis de coste de vida con cifras de inflación de récord, dejando el continente a las puertas de la recesión en 2023, una situación que amenaza su posición global. Prueba del cambio de deriva europeo fue el discurso que pronunció el canciller alemán, Olaf Scholz, en la Universidad de Praga para el inicio de curso: “en los últimos años, muchos han reclamado, con razón, una Unión Europea más fuerte, más soberana y más geopolítica, una Unión consciente de su lugar en la historia y en la geografía, que actúe con fuerza y cohesión en el mundo. Para contrarrestar este ataque, necesitamos desarrollar nuestra propia fuerza”.

 

 

 

 

En la misma línea iban las declaraciones del alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, anunciando un “doloroso, pero necesario despertar geopolítico en Europa”. Todo mientras el centro de gravedad de la UE se desplaza al este de continente, otorgando a las exsoviéticas Ucrania y Moldavia el estatus de candidatas en el club, una división en la que se puede mantener muchos años, tal y como lo están haciendo los países de los Balcanes. Una de las políticas más claras hacia el emprendimiento de acciones en base a la nueva realidad geopolítica es la Brújula Estratégica un “ambicioso plan de acción para reforzar la política de seguridad y defensa de la UE de aquí a 2030” en palabras del propio Consejo de la UE.

 

Según el club de los 27, el objetivo pasa por convertir a la UE en un proveedor de seguridad y hacerse su hueco a escala internacional, un escenario en el que se ha colocado de perfil tradicionalmente. Una política más dura frente a otra de sus armas geopolíticas, la estrategia Global Gateway que surgió tras la pandemia.

 

Esta política aspira a movilizar 300.000 millones de euros de inversión hasta 2027 para posicionar a Europa en un “marco internacional competitivo” a golde de inversión en infraestructuras en regiones como África Subsahariana, Latinoamérica y Asia Pacífico. El pasado 11 de diciembre, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyem, convocó la primera reunión de la junta de Global Gateway para analizar el primer año de trabajo del plan que busca hacer frente a la ruta de la seda china y hacerse fuerte en el sur global.

 

 

La utopía de una moda sin China

 

El gran paradigma de la amenaza geopolítica es China, que es, a la vez, el mayor proveedor y el mayor cliente de la moda, el gran ganador de la globalización. Tras el fin del Acuerdo Multifibras, las prendas comenzaron a venderse en todo el mundo y a venderse en todo el planeta, pero sobre todo en el gigante asiáatico. Lo que no se fabrica en China depende también del gigante asiático, de donde proceden la mayoría de los textiles que después se emplean para confeccionar la ropa en países como Bangladesh, Camboya o Myanmar. Esa dependencia llevaba siendo incómoda desde hace tiempo (y fue especialmente evidente durante el Covid-19), pero ahora se antoja directamente insostenible.

 

El dragón despertó ya hace tiempo y se sienta a la mesa de igual a igual con las grandes potencias. El país cuenta con un ambicioso plan para expandir su influencia fuera de sus fronteras abanderado por la nueva ruta de la seda, con planes para una gran cantidad de países en el sur global, pero también en Europa. A pesar de la innegable fuerza de China, el país ha vivido tiempos convulsos en los últimos años.

 

La política de Covid Cero ha encerrado en sí mismo el país y rebajado su producción y la velocidad de crecimiento. Durante este año, con la guerra en Ucrania de fondo, China publicó junto a Rusia un manifiesto conjunto rechazando la influencia internacional de Occidente y la presión que ejerce. El país de Xi Jinping también ha establecido asociaciones con otros actores alejados del epicentro occidental como Irán, Arabia Saudí, Venezuela y Angola.

 

 

 

Durante el XX Congreso del partido comunista chino celebrado en octubre, Xi Jinping realizó una evolución muy positiva de su política exterior y los expertos no auguran un cambio de dirección en sus estrategias. Así, durante los próximos años, China continuará potenciando sus capacidades económicas, tecnológicas y militares para aumentar su influencia internacional.

 

Todo sin perder de vista Taiwán, otro de los pilares más importantes de su política exterior. China ha lanzado misiles este año muy cerca de la costa de la isla y no prevé que las relaciones entre Taipei y Washington se deshagan, aunque todavía tiene un as bajo la manga antes de recurrir a la invasión.

 

Con el despertar del conflicto geopolítico, aumentan las posibilidades de que acaben consumándose los miedos de la teoría del desacople, mediante la cual Estados Unidos y China romperán lazos comerciales y generarán dos bloques que, aunque no funcionen de forma completamente independiente como lo hicieron durante la guerra fría, reducirán sus interacciones entre sí, acabando con treinta años de hiperglobalización y dibujando un nuevo tablero de las relaciones internacionales y el intercambio de bienes, más politizadas que nunca.

 

La moda ya ha comenzado lentamente a mover ficha, aunque vivir sin China es hoy una utopía porque ningún otro país tiene la capacidad para reemplazar al gigante asiático. En 2018, el 31,8% de las importaciones de ropa de la Unión Europea procedía de China. En Canadá, la cuota ascendía al 38,5%; en Estados Unidos, al 33,2%, y en Japón, al 59,7%. Los cuatro mercados han reducido su dependencia desde entonces, aunque continúa siendo preocupante.

 

En los siete primeros meses de 2022, la cuota de China en las importaciones europeas de ropa se había contraído al 26,8%, su mínimo desde la entrada del país en la OMC. En Canadá, al 28,9%, y en Japón, al 55,6%. Gigantes internacionales como Inditex, H&M, Primark, Fast Retailing, Nike o Gap pasaron de concentrar en su conjunto casi el 30% de sus fábricas en China a sólo el 22% en 2021, según los últimos datos disponibles. El mayor descenso se ha registrado en Estados Unidos, que prohibió en 2021 las importaciones de Xinjiang, donde la minoría uigur es sometida a trabajos forzados en campos de algodón, según varias organizaciones internacionales, incluida la ONU. Entre enero y julio de 2022, la cuota de China en las importaciones de ropa de la primera potencia mundial era de sólo el 22,4%.

 

 

 

 

¿Hay salida? Algunos expertos apuntan ya a que pasaría por cambiar la concepción del sourcing sobre un mapa global y pasar a pensar en términos regionales. Por un lado, un aprovisionamiento de China, para China, que use quizás algodón de Xinjiang y se confeccione en el gigante asiático o los países vecinos. Por otro, toda una nueva cadena de aprovisionamiento en los mercados de consumo maduros y en su entorno, con material reciclado producido en Europa y Estados Unidos y confección (también barata, aunque quizás no tanto como ahora) en polos de proximidad como Marruecos, Túnez y Turquía para el mercado europeo y México, Honduras o Guatemala para Estados Unidos.

 

China también ha perdido peso en el mapa de la distribución. El país que ha sido uno de los grandes motores de las ventas de moda a escala global, disputándole a Estados Unidos el puesto del mayor mercado para el sector, ha pasado a convertirse en un lastre para muchas compañías después de dos años marcados por los boicots, el empuje de un consumo nacionalista (guochao) y el Covid. La guinda llegó en 2022, con una extrema política de Covid Cero que confinó grandes metrópolis como Shanghái. Los gigantes del sector han comenzado a mover ficha: desde 2016, Inditex y H&M han reducido un 30% su red comercial en el país, incluyendo la retirada total de Stradivarius, Bershka y Pull&Bear. Otras cadenas de distribución como Old Navy, Urban Outifitters y American Eagle Outfiters también han dejado de operar en China y Nike y Adidas mantienen su apuesta, pero han desplomado sus ventas.

 

La globalización fue el motor que permitió a la moda vender barato, ganar volumen y hacerse grande, pero ese “despertar geopolítico” al que aludía Borrell ha demostrado al sector que no puede ser a toda costa. La globalización no sale gratis, y su cara B es el impacto de la geopolítica. El juego se ha hecho más difícil y el mundo, más pequeño, y en la habilidad del sector para buscar alternativas estará la clave para seguir creciendo.